El que el paro no fuera total forma parte de la normalidad. En todo el mundo las huelgas generales suelen ser como ésta: paros y manifestaciones importantes sin colapso total. Especialmente en un país donde se aplican servicios mínimos. Y resulta erróneo comparar cualquier movilización de este tipo con la del 14-D de 1988 cuando el paro fue espectacular. Pero allí confluyeron tantos elementos favorables que difícilmente se repetirán: desde el fundido en negro de TVE a las 12 de la noche hasta el apoyo evidente de la derecha a la huelga, pasando por el pánico generado desde el propio Gobierno que, posiblemente, sirvió para que muchos establecimientos cerraran de “motu propio” por temor a los piquetes. Después, todo el mundo aprendió lecciones y el resto de huelgas generales han sido parecidas: movilizaciones fuertes pero no colapsos totales. Lo que permite a los medios de comunicación realizar valoraciones en función de su posicionamiento previo, en la mayoría de casos minimizando su impacto. Sin embargo, los números indican que la actual ha sido una movilización parecida a la del 2002 frente a Aznar, a pesar de desarrollarse en una coyuntura más difícil. Y sirve al menos para demostrar dos cuestiones básicas: que, a pesar de la impotencia, una parte importante de la población es consciente de la estafa colectiva que está padeciendo; y que los sindicatos tienen más apoyo social efectivo del que resulta de algunas encuestas.
El perfil de la movilización muestra, una vez más, la complejidad de la población asalariada.
La incidencia de la huelga fue desigual. Los núcleos industriales fueron una vez más el centro de la movilización, aunque también se sumaron nuevos asalariados de los servicios. Donde el paro fue sin duda menor fue entre los sectores de asalariados profesionales, muchos en el sector público. Un segmento de población que, pese a haber experimentado la agresión de un importante recorte salarial, sigue manteniendo comportamientos insolidarios de clase media, atrapado en su individualista visión de la carrera profesional. Y, en algunos casos, claramente alineado con la derecha, como se ha constatado en el pasado con algunas huelgas profesionales (médicos, jueces...) o como se constata ahora viendo la proclama anti-huelga del CSIF en la que el boicot al paro se justificaba con un argumento corporativista: que los funcionarios ya habían hecho “su” huelga y no debían perder más dinero con otra (se supone de la casta inferior). La ampliación de la movilización a estos sectores va a seguir siendo difícil y exige pensar en un trabajo cultural específico.
En otro plano distinto, esta huelga trajo también una novedad política, la de sectores radicales que trataron de generar su “movilización alternativa” ante lo que ellos consideran “responsabilidad” de los sindicatos en la situación actual. Su importancia numérica no es grande, aunque sus acciones acaban teniendo bastante eco mediático. Seguramente su incidencia local es variable, pero en ciudades como Barcelona la influencia de este argumentario ha calado en una parte no desdeñable del activismo social. Cualquiera que tuviera acceso a los debates que circulan por la red podía advertir la amplitud relativa de un espacio en el que cualquier estructura institucionalizada es vista como parte del “sistema”, donde los sindicatos ocupan el mismo espacio que los financieros y los “políticos”, donde está ausente toda reflexión seria sobre los mecanismos de dominación y consenso social y donde continuamente se confunde la opinión personal con la de pomposos movimientos sociales. Ciertamente, se trata de un nuevo tipo de movimiento social cuya característica más preocupante es su incapacidad de entender que cualquier cambio social relevante exige comunicación, creación de empatía, diálogo, complejidad, mediaciones... Muchas de las nuevas actitudes son reflejo de la propia impotencia, frustración y desorientación que genera el momento, a lo que hay que añadir también los propios errores y sectarismos que emanan las organizaciones tradicionales. Pero, más allá de lo llamativo de sus insensatas intervenciones, lo realmente crucial es analizar cómo conseguir que esta base de activismo social deje de ser un espacio autorreferencial que esteriliza esfuerzos, genera tensiones innecesarias en las grandes luchas sociales y bloquea más que activa procesos sociales.
La huelga ha sido un éxito en tanto que respuesta social a las políticas del Gobierno.
Difícilmente lo va a ser en lo que respecta a conquistas tangibles. El Gobierno no va a retirar la reforma laboral. Y nada apunta a que vaya a hacer muchas concesiones en el caso de la reforma de las pensiones. Las razones de este enroque son diversas y fácilmente reconocibles. Empezando por el recobrado poder (si es que alguna vez lo perdieron) del sector financiero y sus adláteres, las organizaciones internacionales que no están dispuestas a soltar la presa (FMI, OCDE, UE) y no van a permitir ningún relajamiento en las políticas sociales. Por otro lado, el frente interno representado por los poderes económicos del país y en el que también se cuentan los asesores económicos de más prestigio (empezando por el todopoderoso Gabinete de estudios del Banco de España). Y también, porque Rodríguez Zapatero ha optado por dotarse de una imagen de firmeza y seguridad, incluso de una cierta aureola de “político que sacrifica su prestigio e ideales en aras de su responsabilidad”, como vía para tratar de escapar a lo que puede ser su jubilación anticipada. En el marco actual hay poco margen para la negociación. Lo mismo ocurrió tras la huelga de 1994 que fue incapaz de alterar el signo de la política laboral y social.
El dilema para los sindicatos es cómo seguir. Continuar la escalada de movilizaciones es una posibilidad. De hecho, es lo que piden los sectores más radicales. Pero el ejemplo de Grecia o Francia tampoco genera demasiado optimismo por cuanto la sucesión de meritorias luchas es insuficiente para alterar las políticas. Éste es el drama de los próximos tiempos. Y es el drama que hace años atenaza al movimiento sindical. El desplazamiento de los partidos socialdemócratas hacia el espacio neoliberal deja sin referente en el campo político a las luchas sociales. Permite incluso que su discurso sea presentado como un mero reflejo de intereses particulares (el de las burocracias sindicales, los de los trabajadores con empleo estable....). Y está claro que la movilización debe, de un modo u otro, continuar.
Para afrontar la actual situación se requiere, a mi entender, la suma de diversos aspectos. El primero, el desarrollo de un proyecto social alternativo al neoliberal en el que puedan insertarse con una cierta coherencia las demandas sociales. Es una tarea difícil y que exige un importante esfuerzo de reflexión, elaboración y propuesta. Sólo posible si se consiguen aunar energías e iniciativas sociales diferentes que cristalicen un mínimo referente, lo que requiere desarrollar procesos que vayan en esta dirección. En segundo lugar, la posibilidad de que alguna fuerza política recoja este impulso y permita cuanto menos quebrar la total hegemonía neoliberal en la esfera política. Algo que va más allá incluso del espacio nacional o estatal. No es tampoco un proceso sencillo en ningún país, pero resulta más necesario que nunca. En España ello es aún más difícil por la incapacidad de una parte del movimiento sindical, hasta el momento, de distanciarse del PSOE, y por la existencia de los problemas de configuración nacional que complican los encajes. Y en tercer lugar, el despliegue en la sociedad de una actividad cultural, prepolítica, orientada a deslegitimar la propaganda neoliberal, a romper el fraccionamiento social, a desarrollar la participación y la reflexión. Demasiadas tareas para sindicatos que padecen también de acomodamiento y burocratización. Pero sin generar dinámicas en estos tres campos tenemos políticas neoliberales y desastres sociales para mucho tiempo.
De hecho , el actual techo de movilización ya se experimentó en 1994. Entonces, la respuesta sindical fue un repliegue respecto a sus posiciones anteriores (la Propuesta Sindical Prioritaria, de corte socialdemócrata avanzado, y la actitud movilizadora que tuvo lugar en el período 1988-1992) y el predominio de unas políticas de concertación social de bajo perfil. El crecimiento económico posterior a 1995 y las tímidas políticas reformistas del primer gobierno Zapatero permitieron que se dieran modestísimos avances sociales o que, cuanto menos, el desastre social tuviera niveles “tolerables” (en gran medida porque los mayores costes del mismo fueron sostenidos por el nuevo ejército de reserva de los recién llegados, ellos mismos más dispuestos a tolerar unos costes sociales aceptados como “peaje” de entrada). Puede que después de la Huelga y la constatación de la imposibilidad inmediata de revertir la situación la tentación del regreso a la normalidad vuelva a presentarse. Pero no parece que la coyuntura vaya a ser igual de permisiva que en el pasado. Ante la prolongación y endurecimiento del contexto actual es hora de tomar en serio la necesidad de un cambio de estrategia.
La convocatoria de Huelga General ha dado entrada a una nueva línea política por parte de la derecha.
En sus medios de comunicación (mayoritarios) la crítica a la convocatoria ha estado directamente orientada a la criminalización de la acción sindical, a reclamar políticas dirigidas directamente a quebrar las estructuras sindicales. Nunca la derecha ha sido favorable a los sindicatos, sus intereses de clase se manifiestan más claramente que en la izquierda, pero ahora el tono y las propuestas se han elevado a unos extremos que retrotraen a los tiempos de Margaret Thatcher o a los EEUU pre y post fase keynesiana. Haciendo un resumen de lo que estos días han largado los numerosos contertulianos y editorialistas de derechas, el lema podría ser el de “sindicalista bueno, sindicalista muerto” y la plasmación política de éste, medidas orientadas a eliminar a los sindicatos del mundo laboral. Como las propugnadas por esa aspirante al puesto “Thatcher del Manzanares” por el que trabaja con denuedo Esperanza Aguirre.
Detrás de esta ofensiva puede haber simple maniobra política de corto alcance — encontrar un discurso propio en un conflicto en el que el protagonismo correspondía a Gobierno y sindicatos — o un nuevo y peligroso giro a la derecha, cuya plasmación se concretaría tras una victoria electoral del Partido Popular. La idea de liquidar a los sindicatos ha estado presente en toda la historia del capitalismo y se ha traducido en prácticas diversas en los planos legal (prohibiciones, normas de control, etc.), represivo y socio-organizativo. Un estudio atento a los cambios en la organización del trabajo permite reconocer el objetivo antisindical como uno de los factores que juegan en las dinámicas de cambio organizativo. Una huella que es visible en el desarrollo del taylorismo y el fordismo a principios del siglo pasado y que es asimismo palpable en los cambio s en la organización empresarial a partir de la década de los setenta. La fragmentación de la estructura empresarial, las políticas de subcontratación en cadena y muchas de las medidas de flexibilidad tienen como uno de sus objetivos aumentar el control sobre la fuerza de trabajo, lo que incluye minimizar el papel y alcance de la acción colectiva. Las políticas antisindicales son patentes en diversos modelos de capitalismo hegemónico, como el norteamericano previo al New Deal, el japonés o el chino. Sin descontar todos los regímenes dictatoriales en los que el antisindicalismo ha constituido un rasgo esencial. El antisindicalismo forma parte de la matriz ideológica de la derecha española desde el inicio de la industrialización. Ahora que las reformas ya han abierto paso a la individualización de las relaciones laborales (vía despido basura y posibilidades de descuelgue generalizado de los convenios sectoriales) la tentación de acabar la faena con una remoción de las bases institucionales de la actividad sindical no constituye en absoluto una amenaza menospreciable. Y si fuera así estaríamos asistiendo a la primera ofensiva de una batalla que podría continuar un posible Gobierno del PP. O que, cuando menos, le serviría para paralizar la acción de los sindicatos con la amenaza de nuevas derogaciones de derechos si se portan mal. Algo de ello ya ocurrió en el primer mandato de Aznar, cuando UGT y CCOO prefirieron optar por una política de moderación por temor a la aplicación de reformas laborales más drásticas.
Por tanto, no hay que despreciar la posibilidad de que estemos asistiendo a la apertura de una nueva ofensiva antisindical contra toda forma de acción colectiva autónoma de la población asalariada. Y para evitarlo también es necesario desarrollar una política de amplio alcance que genere una resistencia social de suficiente envergadura. Los sindicatos, especialmente los grandes, deben ser conscientes que si bien mantienen una importante presencia social tienen un bajo nivel de aprecio y estima en amplios sectores de asalariados. Que en la situación de desconcierto actual las propuestas populistas, profundamente antidemocráticas y antiobreras pueden pescar en río revuelto. Y que sin una mayor sensibilización y acercamiento a las bases sociales el peligro puede traducirse en desastre. Que una amenaza exista no garantiza que se adopte la respuesta adecuada. De hecho la misma puede traducirse en una continuidad de las políticas sindicales actuales. Y seguir confiando en el papel del PSOE como mal menor. Para Zapatero las bravuconadas antisindicales de la derecha le pueden resultar una baza a jugar. Los guiños que él mismo y sus ministros han realizado ante la huelga indican algo al respecto. Pero alguien que sólo ofrece sumisión al sistema financiero, que ataca con tanta insensatez el sistema de negociación colectiva, no debería poder presentarse nunca más como garante de derechos sociales en los que cree poco. El momento es de giro estratégico, de trabajo duro y de resistencia inteligente. Quien no lo entienda puede ser la próxima víctima de un proceso que de momento ya ha dejado a millones de personas en la inseguridad del desempleo, la precariedad laboral, el endeudamiento y los problemas de vivienda.
La Huelga General ha evitado lo peor, el fracaso de la movilización.
Y con ello ha mostrado que aún queda capacidad de resistencia social. Pero los tiempos siguen siendo duros y exigen de todos honestidad intelectual, coraje y trabajo para afrontar en serio la amenaza de un mundo con muchas desigualdades, pocos derechos sociales, escasa democracia y desastre ambiental a la vuelta de la esquina. La lucha debe seguir: en los centros de trabajo, en la calle, pero también en la producción de proyectos, de referencias culturales, en la generación de solidaridad y empatía entre los que seguimos pensando que un puñado de potentados no tienen derecho a dominarnos.
Especialmente si se compara con los presagios de días anteriores, con los sondeos que auguraban que una ínfima minoría de la población iría al paro. El mérito es de los sindicalistas y de los activistas sociales que han realizado un esfuerzo de convocatoria y movilización a la altura de las circunstancias. Y han conseguido, cuanto menos, activar a sectores importantes de la clase trabajadora a pesar del desánimo, la ausencia de perspectivas, la precarización y el desempleo masivo. Una vez más se ha puesto de manifiesto que los grandes sindicatos, UGT y CCOO tienen capacidad de llegar a muchas partes y de promover procesos sociales de gran envergadura. Mérito también de los sindicatos menores, críticos habituales de los grandes, pero que han comprendido que el envite era crucial y han aportado también su parte de esfuerzo al éxito de la jornada. Y mérito sin duda de los millones de personas que antepusieron su dignidad y sus principios al temor a las represalias, a la pérdida de ingresos y a los argumentos de la reacción a favor de la pasividad.